La abundancia, causal de disolución social
(Por Carlos A. Trevisi)
El hombre es una totalidad en permanente elaboración. Aunque asintótica en los logros, esa totalidad "vivant" es la única verdadera garantía de libertad. Por eso el sistema hace lo posible por fracturarla. El capitalismo, que es la estructura en la que se asienta el sistema, es incompatible con el hombre: cualquiera sea la condición socioeconómica que padezcamos (la miseria más rampante o la escasez más vergonzante), o la que alcancemos (una abundancia esclavizante o la riqueza más exuberante), nuestras vidas se difuminan en una intrascendencia de la que ni siquiera alcanzamos a tomar conciencia.
Hace unos años publiqué “La escasez, causal de disolución social” (en Propuestas para una Antropología Rrgentina, Editorial Biblos, Bs As. 1990) Me sobraban argumentos para sacar adelante un “paper” que se había estructurado desde la escasez misma: un trabajo de campo en el asentamiento “Facundo Quiroga” de Lomas de Zamora., una ciudad del Gran Buenos Aires.
Transcurridos 15 años desde entonces, la vida y sus circunstancias me trajeron al Primer Mundo, donde, no bien me acomodé, fui descubriendo que en cuanto a “disoluciones”, la abundancia pega tan fuerte como la escasez.
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La escasez se incorpora al hombre, pasa a formar parte de él; afecta todo su ser. Víctima de la pobreza –privación de lo necesario- (que no de la miseria, que es carencia de lo imprescindible), en su lucha por la supervivencia, aplasta a sus semejantes. No sabe a dónde va, pero va; a los codazos, abriéndose paso como puede, dejando el tendal, pero va. Sabe que en una sociedad signada por la escasez, el más débil sucumbe. Es la ley de la selva; darwinismo puro: sólo el más apto sobrevive.
El hombre escaso no siempre lo fue. Es el tipo que se asomó al desarrollo de la década del sesenta y se agobió con el subdesarrollo –pobreza- que sobrevino años después. Perduran en su memoria social los logros de antaño, y en lo personal se siente depositario de principios aprendidos que, llegado el momento, sin embargo, en su afán por volver a épocas mejores, no tiene ningún inconveniente en traicionar. Es el prototipo del arribista: cuando llega exhuma su rencor social. Es el caso de los peronistas en Argentina y de la gente que acompañó a Lula en Brasil, y será el caso de los bolivianos que lleguen con Evo Morales.
Parece una fatalidad inexorable: La escasez los devorará.
La abundancia, en cambio, está fuera del hombre. Su lucha primera no es contra sus congéneres, a los que intenta conquistar. Es contra las cosas, para hacerse con ellas. Y contra él mismo, por su necesidad de sentir satisfacción en ellas. Pero un profundo desconocimiento de las propias circunstancias hace que aspire a lo que no es propio de sus necesidades; consecuentemente, de poseer, posee inútilmente; sólo para parecerse a los demás, a los que tienen.
A diferencia de lo que sucede con la escasez, el hombre abundante vive al margen de los principios, a los que no apela. Es un pragmático. Su meta es llegar a las cosas.
Sabe dónde va porque sabe dónde encontrarlas. Su viaje de ida hacia lo que busca hace escala en cada logro y se reanuda de inmediato en tanto aspira a más y más. En su tránsito pierde el disfrute de lo que consigue: las cosas lo devoran.
Muy lejos de las virtudes que deben animar una vida, ni escasos ni abundantes, espejan bondad ni propenden a dejarse guiar por su conciencia, que mimetizan con la conciencia colectiva.
Ninguno de los dos puede despegar de su condición de individuo para lanzarse a un encuentro enriquecedor de la relación que debe mantener con los demás; no son capaces de reconocer el mundo y trascenderlo en cuanto creadores de circunstancias nuevas; no llegan a ser personas en estado de sosiego ni del encuentro íntimo para salir en busca de la verdad; sus análisis y críticas no enraízan en la génesis ni en las entrañas de los hechos; su conducta no entiende de solidaridad ni sus exigencias de diálogos; son estrechos y cerrados; no se entienden con el entorno; son dependientes y fríos; calculadores; viven alienados por el fárrago de sus circunstancias y ajenos al gran llamado a participar de un mundo en permanente ejecución.
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