Acerca de los niños, los jóvenes, los padres y la tele
(Por Carlos A. Trevisi)
La televisión no es ajena al telespectador, no está enfrente de él, no es un estímulo que su cerebro pueda procesar como si fuera un objeto extraño ante el que eventualmente podría reaccionar. La televisión es una prolongación de sus afectos, de su voluntad, de su inteligencia, de su libertad. La grandiosidad de la televisión consiste precisamente en eso: se nos incorpora, pasa a ser parte de nosotros mismos.
La televisión no es dialógica, didáctica ni pedagógica. No nace para serlo. Nace porque hubo quien tuvo la capacidad técnica de transferir una imagen por el espacio. Tampoco es una arma letal; ni un entretenimiento. Su trascendencia radica en que no se la puede encuadrar: sirve para todo lo que puede servir una imagen que es captada por una antena que la recoge allí donde se instale, y a la que todo el mundo tiene acceso. Es el ojo bobo por el que entra la realidad a los hogares. Un ojo que exhibe imágenes indiscriminadamente, sin orden alguno, sin prioridades, que dispara al bulto sin tener en cuenta a sus destinatarios: niños, jóvenes, adultos y ancianos; pega y pega.
Contrariamente a lo que sucede con el ordenador, que es interactivo, la televisión no sostiene diálogo alguno con el telespectador. Lo inyecta , se "le" instala y su cuerpo lo asimila como un alimento, como el oxígeno que lo mantiene vivo, como el afecto del que no puede prescindir.
El problema radica en los contenidos que inyecta. No siendo didáctica (para poder seleccionarlos); ni pedagógica (para poder orientarlos) y asumiendo que tampoco es un arma (para poder eliminar algún tipo de espectador, dejando otros a salvo), ni un entretenimiento (sólo para poder pasarla bien), sino todo a la vez, la heterogeneidad de su videncia y la amplísima gama de contenidos a los que puede apelar, impiden una racionalización de sus entregas. Si unimos a esto que es tan masiva como para desatar una multitud de intereses que van desde lo económico-financiero hasta lo artístico, sólo una sociedad ideal tendría una televisión que no alterara las conciencias.
Y ahí están nuestros niños, apabullados por contenidos desvalorizados, atrapados en una maraña de imágenes que superficializan su vida, que lo insolidarizan con su vida familiar, que los aletarga en un ocio improductivo, que los impulsa a falsas imaginerías de las que ellos son apenas sujetos virtuales.
Y nuestros jóvenes, desideologizados, brevando del éxito fácil, del tener, de la apariencia, de la moda, del conformismo, del utilitarismo, del individualismo, como si fueran metas a perseguir.
Es menester detener el avance de esta televisión, someter su estilo, transformarla en un recurso que nos ayude a impulsar actitudes críticas, comunitarias, solidarias, reflexivas, independientes, apasionadas, consecuentes, dialógicas, democráticas.
El sólo intento ya será un éxito.
La televisión no es ajena al telespectador, no está enfrente de él, no es un estímulo que su cerebro pueda procesar como si fuera un objeto extraño ante el que eventualmente podría reaccionar. La televisión es una prolongación de sus afectos, de su voluntad, de su inteligencia, de su libertad. La grandiosidad de la televisión consiste precisamente en eso: se nos incorpora, pasa a ser parte de nosotros mismos.
La televisión no es dialógica, didáctica ni pedagógica. No nace para serlo. Nace porque hubo quien tuvo la capacidad técnica de transferir una imagen por el espacio. Tampoco es una arma letal; ni un entretenimiento. Su trascendencia radica en que no se la puede encuadrar: sirve para todo lo que puede servir una imagen que es captada por una antena que la recoge allí donde se instale, y a la que todo el mundo tiene acceso. Es el ojo bobo por el que entra la realidad a los hogares. Un ojo que exhibe imágenes indiscriminadamente, sin orden alguno, sin prioridades, que dispara al bulto sin tener en cuenta a sus destinatarios: niños, jóvenes, adultos y ancianos; pega y pega.
Contrariamente a lo que sucede con el ordenador, que es interactivo, la televisión no sostiene diálogo alguno con el telespectador. Lo inyecta , se "le" instala y su cuerpo lo asimila como un alimento, como el oxígeno que lo mantiene vivo, como el afecto del que no puede prescindir.
El problema radica en los contenidos que inyecta. No siendo didáctica (para poder seleccionarlos); ni pedagógica (para poder orientarlos) y asumiendo que tampoco es un arma (para poder eliminar algún tipo de espectador, dejando otros a salvo), ni un entretenimiento (sólo para poder pasarla bien), sino todo a la vez, la heterogeneidad de su videncia y la amplísima gama de contenidos a los que puede apelar, impiden una racionalización de sus entregas. Si unimos a esto que es tan masiva como para desatar una multitud de intereses que van desde lo económico-financiero hasta lo artístico, sólo una sociedad ideal tendría una televisión que no alterara las conciencias.
Y ahí están nuestros niños, apabullados por contenidos desvalorizados, atrapados en una maraña de imágenes que superficializan su vida, que lo insolidarizan con su vida familiar, que los aletarga en un ocio improductivo, que los impulsa a falsas imaginerías de las que ellos son apenas sujetos virtuales.
Y nuestros jóvenes, desideologizados, brevando del éxito fácil, del tener, de la apariencia, de la moda, del conformismo, del utilitarismo, del individualismo, como si fueran metas a perseguir.
Es menester detener el avance de esta televisión, someter su estilo, transformarla en un recurso que nos ayude a impulsar actitudes críticas, comunitarias, solidarias, reflexivas, independientes, apasionadas, consecuentes, dialógicas, democráticas.
El sólo intento ya será un éxito.
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