Reflexión sobre el cucharón (paréntesis de fin de semana)
(Por Carlos A. Trevisi)
Un día cualquiera, volando hacia la nada: una escala en Frankfurt.
Difícil de guardar –el tamaño de su media esfera lo aleja de la intimidad del cajón donde coloquian sus pares menores- solía pender a la vista, como era costumbre en las cocinas de antaño, gracias a un cabo en anzuelo que le confería destino de verticalidad y presteza de asido.
Íntimo de gorduras, sopas, caldos de pucheros (o cocidos, como se prefiera, que en esto el nombre no podrá con los contenidos) y comidas “de cuchara”, chorreante de esclerosantes y apetitosas grasas, con péndulos de ajoporro enlazados cual húmedas bufandas verdes al cuello de un cabo que se hace cucharón, pringoso, aún lavado, con algún que otro resabio de suciedad negra, inaccesible al estropajo, que asoma donde se juntan sus partes, el noble utensilio, ante la postergación a la que lo ha sometido la cocina de hoy, moderna, ágil, equilibrada, abundante en desperdicios cárnicos triturados, sólidos, mordisqueables, y excluyente de potajes, guisos y sopas, ha sido relegado y yace escondido en alacenas desde cuyas baldas asoma su cabo sin destino entre espaguetis duros, enlatados y cajas varias “ad hoc” de todo aquello que rueda por la casa: el pegamento, la tijera que ya no corta, el cepillo que da brillo mañanero al calzado, pilas agotadas, trozos de hilo, bombillas quemadas...
Su vigencia en el ámbito de las grandes concentraciones a las que convoca la obligación o la miseria –cuarteles, campamentos, ollas populares- no autoriza ningún resplandor como no sea el funcional de acarrear jugos flacos desde una olla, que no sabe de comensales, al plato indiferente.
Triste destino te cupo, cucharón amigo.
Tú, que has sabido acompañar cálidas cenas en torno a la mesa familiar, salpicando manteles en el trasvase de la razón de ser de tu existencia, anticipando el sabor de la comida en el humo que elevabas por encima de la sopera hirviente, que has respondido ergonómicamente al manejo de madres y abuelas que te cogían con firmeza, te evoco desde ésta, mi pobreza de deglutidor de alimentos balanceados sípidos y odorosos, sentado solo a una mesa sin humos, sin mamá y sin abuela, que cuelga del asiento que me precede.
Un día cualquiera, volando hacia la nada: una escala en Frankfurt.
Difícil de guardar –el tamaño de su media esfera lo aleja de la intimidad del cajón donde coloquian sus pares menores- solía pender a la vista, como era costumbre en las cocinas de antaño, gracias a un cabo en anzuelo que le confería destino de verticalidad y presteza de asido.
Íntimo de gorduras, sopas, caldos de pucheros (o cocidos, como se prefiera, que en esto el nombre no podrá con los contenidos) y comidas “de cuchara”, chorreante de esclerosantes y apetitosas grasas, con péndulos de ajoporro enlazados cual húmedas bufandas verdes al cuello de un cabo que se hace cucharón, pringoso, aún lavado, con algún que otro resabio de suciedad negra, inaccesible al estropajo, que asoma donde se juntan sus partes, el noble utensilio, ante la postergación a la que lo ha sometido la cocina de hoy, moderna, ágil, equilibrada, abundante en desperdicios cárnicos triturados, sólidos, mordisqueables, y excluyente de potajes, guisos y sopas, ha sido relegado y yace escondido en alacenas desde cuyas baldas asoma su cabo sin destino entre espaguetis duros, enlatados y cajas varias “ad hoc” de todo aquello que rueda por la casa: el pegamento, la tijera que ya no corta, el cepillo que da brillo mañanero al calzado, pilas agotadas, trozos de hilo, bombillas quemadas...
Su vigencia en el ámbito de las grandes concentraciones a las que convoca la obligación o la miseria –cuarteles, campamentos, ollas populares- no autoriza ningún resplandor como no sea el funcional de acarrear jugos flacos desde una olla, que no sabe de comensales, al plato indiferente.
Triste destino te cupo, cucharón amigo.
Tú, que has sabido acompañar cálidas cenas en torno a la mesa familiar, salpicando manteles en el trasvase de la razón de ser de tu existencia, anticipando el sabor de la comida en el humo que elevabas por encima de la sopera hirviente, que has respondido ergonómicamente al manejo de madres y abuelas que te cogían con firmeza, te evoco desde ésta, mi pobreza de deglutidor de alimentos balanceados sípidos y odorosos, sentado solo a una mesa sin humos, sin mamá y sin abuela, que cuelga del asiento que me precede.